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Cada 1 de noviembre, al caer la tarde, los cementerios se iluminan. En medio de la noche el silencio desaparece; y, en su lugar hay murmullos de oraciones, conversaciones, niños corriendo con dulces en las manos y familias enteras que se reencuentran.

Por Marialejandra Puruguay. 03 noviembre, 2025. Publicado en El peruano el 1 de noviembre de 2025

Cada 1 de noviembre, al caer la tarde, los cementerios se iluminan. En medio de la noche el silencio desaparece; y, en su lugar hay murmullos de oraciones, conversaciones, niños corriendo con dulces en las manos y familias enteras que se reencuentran. Ese acto de permanecer junto a las tumbas de los seres queridos, encendiendo velas o asegurando luz en su última morada y compartiendo recuerdos, la conocemos como velaciones.

Desde que el ser humano habita la tierra, honrar a los muertos es una práctica constante. El trabajo arqueológico nos ofrece evidencias de diversos objetos encontrados en antiguas tumbas en donde, junto al difunto, se encuentran vasijas, alimentos, objetos ornamentales que se entienden como símbolos que conectan el mundo de los vivos con el de los ancestros.

Diversos investigadores del Perú prehispánico, señalan que la muerte era entendida como un tránsito. Los espacios fúnebres, para la sociedades mochica y chimú, por ejemplo, eran lugares que comunicaban a los vivos con los que ya no estaban: espacios donde la vida aun continuaba; pero, de otra forma. Con la llegada de los hispanos (y con ellos, del cristianismo), estas prácticas se resignificaron y se comienza a vincular la luz como esperanza en la vida eterna. Con el tiempo, tras varios cambios en los ritos funerarios, dejando la práctica de enterrar a los difuntos en las iglesias, los cementerios se convirtieron en el escenario del encuentro espiritual entre generaciones.

La fusión de estas dos maneras de entender la muerte dio pase al sincretismo. Es por ello que esta práctica, de velar a los que ya partieron, no solo se encuentra relacionada con la oración, sino que se incluye comida, música y compañía. Debido a ello, el Día de Todos los Santos y el Día de los Difuntos conforman una tradición que, como explica Rodríguez Marín, conserva el carácter colectivo y emotivo de los antiguos ritos sobre el paso al más allá.

En Piura, particularmente, esta herencia se mantiene viva. Alberto Requena, historiador y gestor cultural, señala que, desde la fundación del Cementerio San Teodoro en 1838, las familias piuranas comenzaron a visitar a sus difuntos, cada noviembre, llevando velas, flores y oraciones. Con los años, el rito paso de ser individual a ser colectivo, en el que los rezos, cantos y comidas unen a distintas generaciones.

El 1 de noviembre suele estar dedicado a los “angelitos” (bebés y niños fallecidos). Los padres suelen preparar bolsitas con dulces –“los angelitos”- que entregan a niños de la edad del hijo ausente. Este es un gesto de ternura y fe, dar a otro lo que se hubiera dado al propio hijo. El 2 de noviembre, las familias rinden homenaje a los adultos, encendiendo velas o focos sobre las tumbas y permaneciendo toda la noche en el cementerio. La luz, como recuerda Requena, no solo guía el alma del difunto, sino que ilumina los lazos entre vivos y muertos.

El Cementerio San Teodoro, declarado además Patrimonio Cultural de la Nación, junto al Cementerio San Miguel Arcángel, conocido como Metropolitano, y otros camposantos piuranos son escenarios de esta tradición. Miles de piuranos se congregan en una noche de luces, velas, oraciones y flores donde la melancolía se funde con la gratitud y la fe. En los alrededores, las calles se llenan de puestos de flores, roscas de muerto y angelitos. Se crea así una feria que, sin perder respeto por una fecha tan especial, consolida el carácter comunitario.

Como todo patrimonio cultural de carácter inmaterial, las velaciones se transforman con el tiempo. En la actualidad, la luz eléctrica convive con las velas, el fervor religioso con la oferta comercial y la masividad plantea retos de orden y seguridad. Estas variaciones no le restan valor a la tradición, pero sí nos invitan a repensar cómo mantener su esencia y asegurar su transmisión.

Desde la academia, reflexionar sobre estos rituales es una oportunidad para comprender que las manifestaciones culturales se adaptan y se renuevan, se recrean y se transmiten. Las velaciones son una práctica que muestra la relación de las personas con la muerte, la memoria y la comunidad.

Observar a los cementerios bajo esta perspectiva permite reconocerlos como espacios culturales donde confluyen valores religiosos, históricos, artísticos y sociales. En estos espacios patrimoniales se entrelazan las experiencias personales con la identidad colectiva que, incluso en medio de la noche, sigue contando su historia a la luz de las velas.

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